Desde su estudio, Donald observa el cielo con una taza de café en la mano. El campo queretano amanece despejado. Aunque el sol apenas despunta, él ya se ha bañado y ha elegido vestirse con una camisa de manga corta a cuadros. Usa el cabello largo, lo peina en cola de caballo. Desde los setenta casi no lo ha cortado. Un tiempo usó la barba y las patillas tupidas. Está convencido de que las cosas van sucediendo, unas mueven el tapete y esas provocan los cambios más radicales.

Por Teresa Zeron-Medina Laris

“Nací en el estado más bello de la República mexicana: Arizona”, bromea cuando le preguntan por sus orígenes. Su padre era de San Diego y su madre de Celaya. Él no reconoce el tratado que dividió el territorio hace más de cien años. Creció entre cactáceas y llanuras desérticas de un rancho en Arizona. A los seis años, su madre insistió en que se mudaran a Celaya y dos después a la colonia Independencia en la Ciudad de México.

Con sus primos se entretenía, nadaban en ciudad deportiva. Se movían en camión o tranvía; así fue testigo de cómo la ciudad crecía y dejaba de ser tranquila. En bicicleta rodaban por las construcciones de los pasos a desnivel de Tlalpan, al verlos, los trabajadores enfurecían y a palos y gritos lo corrían.

Era de los rebeldes de la primaria. Cada que podía se iba de pinta. “Ese pinche gringo” lo enfrentaron sus compañeros cuando en clase aprendieron sobre la intervención americana. “¿Qué les pasa?” los encaraba Donald, no creía en las fronteras ni en las nacionalidades. Pero algunos compañeros insistían en que había un problema, uno racial y lo esperaban a la salida. Entonces Donald, que sabía algo de karate y judo, les respondía con una patada y dos que tres movimientos con los que los desorientaba. “¡Qué box! ¡Qué box!” gritaban sorprendidos. Él peleaba como podía. “¡Ay, güey!, este no es tan fácil”, refunfuñaban y lo dejaban en paz. En el fondo no le gustaba pelear.

Durante la secundaria y preparatoria se mudó a Los Ángeles. Allá también lo querían golpear. No por su aspecto físico sino por su manera de pensar. Donald criticaba la tradición intervencionista y el orgullo de la supremacía blanca americano. “Eres comunista” lo atacaban. “No”, respondía, “soy anarquista pero en el buen sentido”. Al escucharlo le querían romper el hocico y Donald le entraba, respondía y se defendía.

Al cumplir diecisiete falleció su padre. “¿Qué voy a hacer?” se preguntó, era el año de 1967. Quería estudiar fotografía fija pero no tenía buenas calificaciones para entrar a la UCLA y en la universidad que le tocaba, una más barata, le exigían cursar dos años de periodismo. Le gustaba leer pero odiaba la gramática, también le fastidiaba la idea de la guerra de Vietnam, no estaba convencido de ella. “Lo que hagas, hazlo bien y hazlo legalmente”, le decía su padre que había sido abogado y Donald, después de reflexionar dos semanas, concluyó: “Me voy a México”.

Con la ayuda de un conocido en Celaya consiguió una carta de estudios para el Tecnológico de Celaya y con eso el permiso de EEUU para entrar a México, pero terminó en la UNAM en Filosofía y Letras para extranjeros. Llegó y arrancó el movimiento del 68. Otro relajo. Estaba ahí, tras bambalinas, en la revuelta, inquieto y comprometido, cuando le llegó la noticia de que lo buscaban para presentar su servicio militar en EEUU.

No quería ir, sería parte de una guerra en la que no creía. “¿Cómo le hago?” se volvió a cuestionar. Tampoco quería ser catalogado desertor, que luego lo agarraran y lo metieran al bote. Sin titubear pidió hablar con la cónsul de la embajada de EEUU y con las palabras de un adolescente soberbio le dejó claro que renunciaba a la nacionalidad. Donald recuerda cómo se portó ese día y ríe, “era insolente y muy politizado, siempre con el sable desenvainado”. Quedó apátrida pero satisfecho. Siempre convencido de su decisión.

En 68 también conoció a Jaime Humberto Hermosillo. Al escuchar que quería estudiar fotografía le recomendó entrar al CUEC, “no es foto fija pero es fotografía y puedes aprender y hacer lo tuyo”. Investigó y un año después, presentó los exámenes de admisión. Reprobó. “Yo quiero aquí, quiero estudiar fotografía” dijo decidido al entonces director pues lo buscó en su oficina. “Pero en todas las materias te reprobaron” le respondió. No era cierto, había aprobado fotografía. Donald le explicó todo por lo que había pasado y lo convenció.

Entre los de su generación armó una revolución. Su ideología chocaba con la de la institución pues no les permitían tocar una cámara de 8mm y querían que aprendieran cine desde el pupitre. Junto con sus compañeros, comenzaron a escribir memorándums de lo que debía ser la carrera y citaban al director para cuestionarlo. Querían saber en qué se gastaba el presupuesto y que sus estudios de cine se reconocieran como una licenciatura. A los profesores que no asistían los corrían, a los que no eran profesionales también. Hubo uno que se salvó, Julio Hackett, de cinelaboratorio.

El poeta Salvador Elizondo les enseñaba literatura. Un hombre inteligente con el que debatían mientras descubrían el arte de la retórica y de la persuasión.

Hermosillo le propuso fotografiar ‘Los nuestros’ y Donald, que aún no sabía ni engarzar una cámara, no pudo decir que no. Se presentó con un exposímetro chiquito, era lo único que tenía. El primer día aprendió a cargar y descargar la cámara, también a iluminar. Como era malo para escribir, en el CUEC le permitieron saltarse guión, solo evaluarían su trabajo de fotógrafo. Cuando entregaron calificaciones se sorprendió al ver que lo habían reprobado por no entregar guión. Mentó madres, armó una nueva revolución y abandonó el salón. Tras de él, otros desertaron. “¿Y ahora qué hacemos?”, se preguntaron. Tenían clara una cosa: querían hacer cine. Al final, de su generación, solo se graduaron seis.

Donald siguió comprando libros y leyendo. Era disciplinado y autodidacta. Filmaba material de apoyo para un programa de TV de la UNAM en el canal 11 del IPN. Ahí se curtió pues producía, dirigía, fotografiaba, editaba y entregaba el producto final. Por ese trabajo consiguió una visa de trabajo. Cualquier chambita la tomaba, por algunos comerciales no cobraba. Él llegaba con camisa floreada, pantalón acampanado y tenis mientras que los fotógrafos mayores siempre iban elegantes, de traje, pantalón sastre y camisa de vestir.

En 1979, la película ‘Los nuestros’ se estrenó y la crítica fue muy positiva. “Gran fotografía” le decían. Él respondía “estoy aprendiendo” pero se enorgullecía. Poco a poco, como un virus, el ego se le metió en la cabeza. Meses después reconoció el daño cuando la regó en otro trabajo y entró en crisis. Sentía que ya no era tan bueno y pensó en tirar la toalla, abandonar el cine. “Debo seguir picando piedra” se acabó convenciendo, debía redescubrir hacia y hasta dónde podía llegar. Siguió con el dedo en la llaga, quería filmar más largometrajes.

En el CUEC había escuchado hablar del sindicato y preguntó qué necesitaba para entrar. “De entrada, ser mexicano” le respondieron y desertó. Cada vez le ofrecían más comerciales. Un día se hartó del medio y junto a un compañero que se había revelado con él en el CUEC fotografió el documental ‘La banda de los Panchitos’. El rodaje duró dieciocho días y el proyecto fue un hit. Ahí trabajó codo a codo convarios del sindicato del STYM. Para ese momento, habían sucedido cambios al interior y necesitaban más gente. Donald, pese a no ser mexicano, volvió a luchar y logró que lo aceptaran.

Por ser bilingüe lo llamaban para trabajar en películas y series extranjeras fotografiando segundas unidades. Terminaba secuencias de películas de acción y lidiaba con dobles en las escenas de choques y explosiones. Debía concentrarse, simular la técnica, la exposición y el estilo de la primera unidad. Cuando alguna oferta no le convencía la rechazaba; no quería hacer películas piratas. “Oye Donald quieren que te vayas a la de ‘Amores Perros’” le dijeron, lo necesitaban un día operando cámara junto a Rodrigo Prieto. “Quiúbole” le dijo al Negro Iñárritu al llegar a la filmación. Ya se conocían, habían trabajado juntos. “Necesito cámaras aquí y allá” señaló Rodrigo. Todos escogieron su cámara mientras que Donald se quedó callado. “Te queda la última” le dijeron. Aparentemente era la más sin chiste, la parte de atrás del Tsuru que choca y sale de cuadro. Lo pensó y se preparó. Estaba curtido en escenas de acción. Se quedó fijo y al momento improvisó. Hizo un paneo rápido, como de látigo, para alargar el choque.

“Vengan a ver” dijo El negro y todos rodearon el monitor. Comenzó por la cámara de Donald. “¡Wow!”, no dejaba de decir mientras veía la toma una y otra vez. Donald sabía que podía, que era el que más experiencia tenía. Había creado la imagen más memorable de la película, el inicio de todo. 

“Para mí es una pasión, es mi droga, no hay otra cosa” confiesa Donald sobre la fotografía. Hace más de quince años decidió que daría clases para compartir su conocimiento, ese “secreto profesional” que de joven muchos maestros le negaron. Insiste a sus alumnos en que deben explorar el cine análogo, la foto fija y el celuloide pues si se encasillan perderán libertad. Al ver que queda poco café en la taza, Donald se sirve más. Por la ventana de su estudio, escucha a un perro ladrar. Cuando se pensionó decidió volver al campo, lejos del ejido pavimentado. Despierta temprano pues sigue activo y mejorando; leyendo, investigando y fotografiando. Piensa en el pasado y el destino, en lo que ha vivido, nada de lo que jamás se haya arrepentido.